-¿Duele mucho? –Dice una voz-. No se mueva.
El pinchazo de una aguja. Un minuto más tarde, el dolor se va, seguido del pánico y la consciencia misma.
Se despierta dentro de un capullo de aire muerto. Intenta levantarse pero no puede. Es como si estuviera encajada en cemento.
A su alrededor una blancura sin nada que la suavice: un techo blanco, unas sábanas blancas y una luz blanca. También una blancura granujienta como pasta dentífrica vieja que parece estar recubriéndole la mente, hasta el punto de que no puede pensar con nitidez y se desespera considerablemente. “¿Qué es esto?”, articula con los labios, o tal vez incluso lo grita, queriendo decir: “¿Qué me están haciendo?” o “¿Qué lugar es este en el que me encuentro?” o incluso “¿Ya morí?”.
Una mujer vestida de blanco con manchas de humedad bajo las axilas, aparece de la nada, se detiene y se la queda mirando con atención. Ella intenta formular una pregunta a partir de la confusión que tiene en la cabeza. ¡Demasiado tarde! Con una sonrisa amarillenta y un golpecito tranquilizador en el brazo, la mujer (gorda y de aspecto desagradable) sigue su camino.
Su cerebro le envía una descarga de dolor blanco y lacerante. Le duele. ¿Dónde le duele? Hasta las cejas. O eso cree ella... Pero no. En realidad le duele sólo la cabeza, pero el dolor se intensificó de manera tal, que ya no distingue el dónde, sino el qué, y sabe que no puede soportarlo más. Grita. Se oyen pasos en el pasillo, seguramente de doctores que se aproximan.
Se oye tragar saliva a si misma y luego nota el latido de sangre en sus oídos.
La sedan. Cierra los ojos…
Las pastillas que ella recibe, están destinadas a opacar el dolor y hacerle dormir, pero no duerme. Está claro que esto (esta cama ajena, esta habitación vacía y este olor a la vez a antiséptico y orina) no es un sueño, es la realidad, no puede ser más real. Y sin embargo todo el día de hoy, si es que es el mismo día, si es que el tiempo todavía significa algo, le produce la sensación de ser un sueño.
Un doctor la despierta y comienza a hablarle.
Estamos para ayudarte-le dice- estás en un centro de rehabilitación. Ella se le queda mirando con ojos absortos y vacila.
Entonces de repente a su cerebro viene una serie de imágenes en fuga abstracta.
¿Hasta dónde he llegado? –Se pregunta-.
Se cuajan las lágrimas.
Caen.
Lágrimas que no son saladas, sino amargas (carentes de sal, llenas de narcóticos).
Me han traído aquí porque creen que tengo algo -piensa-. Me han traído aquí porque creen que soy una adicta.
Revuelve sus recuerdos hasta tener un remolino en su mente.
El que yo esté aquí, es culpa de la negligente farmacéutica que vende el Demerol sin pedir recipe.
No.
Es mi culpa (finalmente admite).
*En serio quise dejar de tomarlas muchas veces, pero, si no la tomo, duele. Duele mucho.
Dicen que es dependencia...*
Pasan horas, luego días.
Horas de dolor y días de pensamientos oscuros, en los que, se repite que es patética por necesitar una pastilla.
Pasan semanas. Semanas en las que tiene que soportar unas charlas atiborradas de psicología barata.
Las charlas eran en las tardes. La llevaban a una especie de sala llena de gente sombría y todo lo que decían era decirle “tú puedes”. Ella se sentía en la misión Robinson (esas en las que estimulan a los vejestorios a aprender a leer y escribir)…
En una de las primeras sesiones, no dejó siquiera que se escucharan las palabras del terapeuta: tosía cada dos minutos.
-¿Estás bien? –le pregunta él-.
-No es nada, solamente tengo gripe. –responde ella-.
La verdad es, que ella sabe que no suena como una gripe en absoluto. Es una tos, y tiene una cualidad humectante, como si los pulmones estuvieran intentando expulsar, de un puñado cada vez, una porción de sus entrañas que está firmemente incrustada.
Experimenta un miedo erizado y un dolor punzante en la boca del estómago. En poco tiempo una sensación de náusea agudísima la levanta de la silla. Apenas tiene tiempo de alcanzar el baño.
Vomita.
Sus sienes tiemblan.
Vuelve a vomitar.
Llora.
Siente como si el corazón de repente, estuviera demasiado cansado para latir. Las lágrimas caen de sus ojos, pero esta vez sin fuerza, una simple exudación acuosa.
El terapeuta se percata de la situación, la acompaña hasta su habitación y llama a un doctor para que la atienda. Aguja. Duerme.
Otro nuevo día.
Anoche creía estar en la antesala de la muerte; hoy vuelve a encontrarse más o menos bien. Una pizca de esto, una gota de aquello y un pellizco de lo otro, todo mezclado y embutido dentro de una pastilla y el monstruo del dolor queda reducido a un ratón.
Milagroso -piensa ella-.
Amanece de buen humor y le pide a una enfermera simpática con la que conversa esporádicamente, que le preste su BlackBerry. Envía mensajes de textos, abre su Twitter, Facebook, pero es como si no, porque no tiene actividad, solo entra para leer y nada más. Cierra todo. Le da las gracias a la enfermera y va a sentarse en el comedor junto a dos personas más. No les habla.
Ella es extrovertida y social, pero desde que ingresó allí, parece haber cambiado, no habla con nadie… No quiere hacerlo. Aunque una de las dos personas que están junto a ella, le busca conversación, ella no pasa de un “hola” y palabras secas. Los ignora.
Cierra los ojos, vacía la mente y espera a que acudan pensamientos. Se sumerge por un rato, en un mundo de absoluta negrura. Los segundos amueblan su cabeza con ideas de algo incierto.
Quiere huir. No soporta ese lugar. Se siente sola.
Cada día al levantarse, sabe de antemano lo que va a hacer. Marasmo. Rutina. Lo mismo. Asco.
Está aburrida de aburrirse. El tiempo ahí se emplea principalmente en 4 cosas: agujas/pastillas, comedor, charlas, dormir.
A ella particularmente, le gusta estar en su habitación, pensando.
Y por “pensando” me refiero a “vomitando y llorando”.
Vomito y llanto. En eso se resume su estadía en el ce.
Para ella, la depresión se convirtió en una celda. Una celda sin ventanas ni puertas donde ni ella misma sabe qué hizo para entrar… Y ahora se dedica a buscar en dicha celda, grietas, para intentar acrecentarlas con uñas y dientes, para poder crear una salida.