jueves, 27 de septiembre de 2012

Gracias infinitas.

Recuerdo cuando eras un bebé, un bebé muy pequeño. Tenías apenas 14 días de nacido y fuiste prematuro, así que eras más pequeño que los bebés normales, pero yo sabía que crecerías y serías el mayor orgullo de mi vida.

Estaba a solas contigo en mi habitación. No lo sabías, pero estaba allí, atenta a cada movimiento tuyo.

A veces te hablaba, te decía con reservas todo lo que te amaba, todo lo que esperaba que lograras. La euforia me inundaba y entonces bajaba la cabeza para besar tus piecitos y mirarte largamente. No lo hacía muy seguido porque casi no tenía la oportunidad de estar sola contigo. Apenas me encerraba para disfrutarte, entraba mi papá o mi tía y comenzaban a hablarte como si fueras tonto y a hacerte ruiditos nasales o cantos absurdos. No sé por qué me molestaba tanto que te trataran así. A veces me daba la impresión de que las visitas te miraban como a un juguete con vida, motivo de festejos y juegos. Mi precioso, ¡sentía tantos celos de la gente que venía a verte, que te hablaba boberías, que te daba de comer y me apartaban como si yo fuera la niña estúpida que no sabía como tratar a un bebé!

Josué, cuando te vi por primera vez sentí miedo, sentí la obligación de ser tu madre, de cuidarte, de esforzarme para darte lo mejor, de protegerte de las maldades del mundo y de las injusticias de la vida.

Quiero decirte que has cambiado mi vida, que te amaré siempre, que cada vez que me encerraba para hablarte era la niña más feliz de la tierra, porque estabas ahí, conmigo, en esa habitación. Y hoy soy feliz porque me he ganado un lugar en tu corazón. Uno importante.

Quiero escribirte porque de algún modo tengo que desahogarme de esta emoción tan fuerte que últimamente he sentido que me rompe: no somos malas personas, pasa que crecimos en circunstancias difíciles... Juntos aprendimos a vivir, crecimos como cómplices y amigos incondicionales

Doy gracias infinitas a Dios por habernos hecho hermanos.

Doy gracias infinitas.