Una mujer pobremente vestida estaba sentada en el
suelo contra la pared de un edificio como si se hubiera caído o desmayado, y a
su lado, en silencio, un niño aproximadamente de tres años levantaba los ojos
angustiados a los que pasaban por allí, mientras lloriqueaba.
-No se acerque usted, no haga caso (me dice una
señora al advertir que me detenía). Es un truco que tiene la gente ésta. Todos
los días se desmaya alguno en las calles del centro. Si en este
nuevo mundo los lisiados, o los enfermos, o los indigentes, o los sin techo
quieren comer de los containers de basura e instalar unos trapos cerca del
metro para dormir allí, que lo hagan: que se acurruquen bien, y si a la mañana
se despiertan muertos, mejor para nosotros. Son parasitos y nada más. Viven de nosotros.
La mujer “desmayada” levantó sus parpados
agresivamente y sus ojos se llenaron de ira.
-Hijadeputa (murmuró como rezando)..., la señora se fue a pasos vivos -casi corriendo-,
asustada, y me dejó sola con aquella pordiosera. Yo la ayudé a levantarse. Ella
agarró a su niño sin mirarme ni darme las gracias y se fue.
Cada vez que paso por las calles del centro ella me mira con
esa luna que no se me quita de encima. Siempre me observa y me pide monedas
diciéndome que tiene hambre.
Tienen hambre.
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