sábado, 21 de abril de 2012

Imperfección.

Cuando decepcionamos a alguien, lloramos sobre los miles fragmentos de nuestra imagen rota.  Tratamos de pegarlos una y otra vez. Y no. Ya es tarde: ya el concepto que tenían de nosotros cambió.


Las contradictorias figuras que los demás reflejan de nosotros, al darnos idea de nuestra triplicidad, nos desalientan en el empeño de adobar una imagen única, servible para todos. Por eso tratamos de conservar las imágenes, las de ellos, las incompletas, las perfectas, las no nuestras; y tenemos cuidado de no quebrarlas..., pero sucede que siempre se abren fisuras en ellas, la situación se escapa de nuestras manos, y es cuando desesperamos considerablemente y nos esforzamos para reconstruirlas.




Pero, sin embargo, de abandonar el vano empeño de pegarlos una y otra vez, no se deriva ningún fracaso, sino por el contrario, la más generosa victoria que un adulto puede aspirar: la de echar esos fragmentos al río y aprender a vivir sin la guía de la imagen que con ellos se quería componer. 

Es necesario abandonar esa absurda insistencia en impresionar a las masas. A veces lo mejor es, simplemente, iniciar una exposición tranquila de principios e ideas cuya verdad universal se han patentado mediante la experiencia personal. 

Ahora..., claro, en esto no soy una excepción… he sido victima de la debilidad de mi propia generación, no solo una, sino cien veces. Debo ser sincera y decir que, en retrospectiva, me desconcierta la pedantería, la artificialidad y la falta de originalidad con la que actué años atrás: la apremiante necesidad de asombrar y de hacer propaganda era claramente perceptible..., lo bueno es que no me quedé allí, ya hace mucho tiempo que dejé de esforzarme, de intentar unir esos trocitos.

Incluso, a veces, aún los veo, observo como fluyen en el río que los arrastra. Y entonces me detengo a observarlos por instantes..., y sonrío; suspiro con satisfacción, como quién ve tomar buen rumbo a un barco que estaba a punto de naufragar.




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